La deshumanización de un mundo sin lugar

 

Las formas de urbanización siempre son la expresión de una época. En ese sentido, el retrato de nuestro mundo que nos propone Bertrand Meunier, al disecar la edificación de las zonas habitacionales que colonizan los bosques en los alrededores de Valparaíso, resulta de una radical crueldad, implacable como la fría luz de invierno que irradia sus fotografías.

En el universo de la falsedad y la artificialidad, una completa aniquilación de los espacios naturales es requerida, si bien debe de introducir posteriormente, como irrisorio sucedáneo de una naturaleza perdida, algún patético alineamiento de árboles raquíticos. Mientras la ciudad tradicional encontraba su encanto en su capacidad de componer con su  entorno, a la vez que materializaba la historia propia de sus habitantes, estos flamantes barrios se sobreponen a la negación absoluta de un medioambiente reducido a la aridez de un desierto. Se construyen sobre la destrucción. Las imágenes de Bertrand Meunier lo demuestran con una nitidez geométrica.

El desdibujamiento de los lugares, como lugares propios, singulares, es una de las dinámicas profundas de nuestro tiempo. Los mismos barrios, los mismos edificios, los mismos centros comerciales pululan en todas partes del planeta. La proliferación de las pantallas profundiza la homogeneización de los lugares. Lo que está aquí podría por igual estar allá. Entre el aquí y el allá, la distinción se desvanece. Falaz ubiquidad. Se trata de lo que podríamos llamar una lógica general de deslocalización, dando un sentido más amplio a un término que designa uno de los mecanismos esenciales de las transnacionalización de la producción capitalista. Lo que predomina, con la extensión planetaria del neoliberalismo, es la generalización de formas de vida a-tópicas, sin lugar propio, basadas en la eliminación del espacio concreto. Se olvida que vivir es siempre vivir-aquí. El sentido de los lugares se muere.

Esos no-lugares son parte de un mundo atravesado por flujos incesantes. Las zonas de habitación peri-urbanas, que ya no nos atrevemos a llamar ciudades, ni siquiera barrios, no pueden concebirse sin las infraestructuras carreteras y la centralidad del automóvil como medios para comunicar sectores habitacionales y centros de trabajos cada vez más distantes unos de otros. También son inseparables de la incitación al consumo estandardizado en el supermercado más cercano, así como del endeudamiento necesario para acceder a la propiedad de una vivienda construida, por lo tanto, sobre las arenas movedizas de las fluctuaciones financieras y económicas globales, y cargada de inquietudes para quien tendrá que gastar su vida pagando sus intereses.

Los flujos de la “globalización fragmentada” no significan libertad de moverse en direcciones imprevistas sino, al contrario, integración a un modelo de vida impuesto y reproducido millones de veces. Estos flujos también tienen su reverso. Así como el ideal de libre circulación de las mercancías se combina con los obstáculos con los que se topan los migrantes, aquí, altos muros fragmentan la zona de habitación y tapan sus horizontes con una siniestra cortina. Seguramente, habrá que protegerse de oscuras amenazas, adecuadamente alimentadas para generalizar un modo de gobierno mediante el miedo. El mundo del repliegue sobre sí mismo y el temor al otro es un mundo del auto-encierro.

Los espacios a-tópicos son sin alma, exangües. A veces, uno cree distinguir en la rígida geometría de las fachadas el recuerdo fantasmal de una cara deforme. Probablemente se debe a que no podemos acostumbrarnos a la idea de un universo tan profundamente deshumanizado. Pero esas miradas imaginarias permanecen del todo vacías. Los espacios a-tópicos son la manifestación de un mundo en donde no queda casi nada de humano, nada de la posibilidad de un simple gesto, nada de la textura sensible de las situaciones que nos permiten experimentar la fuerza creativa de la vida que compartimos con otros humanos.

Se impone la reproductibilidad de una existencia estandarizada, sin que el juego ordenado de las variaciones logre disimular su principio. Lo que así se concretiza son las normas fundamentales de un modo de producción, cuya carrera enloquecida hacia la rentabilidad exige racionalización milimétrica, gestión infinitesimal del tiempo, presión constante sobre las subjetividades. La lógica de valorización del capital, en busca de ganancias cada vez más inciertas en un contexto de hiper-competencia planetaria, domina en todas partes, absolutamente, sin tregua y sin resto. Son estas características de nuestro mundo las que el trabajo de Bertrand Meunier hace visible, cuando, sin temor a sacrificar la narración fotográfica, recurre a la serialidad para evidenciar el estándar de normalización repetitiva.

El individualismo del cada quien lo suyo, y muy a menudo del todos contra todos, barre con las formas de solidaridad y corroe hasta lo más íntimo de las subjetividades. Lo que aparece entonces, lo que aquí salta a los ojos, es la formidable estafa de la promesa de una realización de sí en los espejos del éxito social y el consumo. Ese individualismo nos separa de los demás para mejor uniformizar los modos de vida y sus no-lugares. Lejos de la singularidad creativa de cada persona pueda desplegarse conjuntamente con las formas colectivas de auto-determinación, lo que triunfa, a la par de un egocentrismo exacerbado hasta la patología, es el conformismo de las formas disciplinadas y empobrecidas. Cruda ironía: cada quien podrá tener lo suyo y hasta la insigne libertad de distinguirse al plantar, frente a su portón, o bien una yuca o bien un arbusto bien podado.

A lo largo de este retrato sin concesión de la deshumanización producida por el capitalismo, cada fotografía nos lanza la misma pregunta. ¿Cómo seguimos soportando lo insoportable y tolerando ese mundo ecocida, mortífero y miserable? ¿Serán las fuerzas que promueven la supuesta racionalización del productivismo capitalista tan gélidas, como para sofocar la capacidad de creatividad, la multiplicidad de los saberes vernáculos y el arte de hacer comunidad para abrirse mejor a los demás?

Ese mundo es una ruta sin salida. Sin más salida que el desastre programado. Es hora de abrir una multitud de caminos transversales.

 

San Cristóbal de Las Casas

                          Jérôme Baschet

 

La deshumanización de un mundo sin lugar

 

Las formas de urbanización siempre son la expresión de una época. En ese sentido, el retrato de nuestro mundo que nos propone Bertrand Meunier, al disecar la edificación de las zonas habitacionales que colonizan los bosques en los alrededores de Valparaíso, resulta de una radical crueldad, implacable como la fría luz de invierno que irradia sus fotografías.

En el universo de la falsedad y la artificialidad, una completa aniquilación de los espacios naturales es requerida, si bien debe de introducir posteriormente, como irrisorio sucedáneo de una naturaleza perdida, algún patético alineamiento de árboles raquíticos. Mientras la ciudad tradicional encontraba su encanto en su capacidad de componer con su  entorno, a la vez que materializaba la historia propia de sus habitantes, estos flamantes barrios se sobreponen a la negación absoluta de un medioambiente reducido a la aridez de un desierto. Se construyen sobre la destrucción. Las imágenes de Bertrand Meunier lo demuestran con una nitidez geométrica.

El desdibujamiento de los lugares, como lugares propios, singulares, es una de las dinámicas profundas de nuestro tiempo. Los mismos barrios, los mismos edificios, los mismos centros comerciales pululan en todas partes del planeta. La proliferación de las pantallas profundiza la homogeneización de los lugares. Lo que está aquí podría por igual estar allá. Entre el aquí y el allá, la distinción se desvanece. Falaz ubiquidad. Se trata de lo que podríamos llamar una lógica general de deslocalización, dando un sentido más amplio a un término que designa uno de los mecanismos esenciales de las transnacionalización de la producción capitalista. Lo que predomina, con la extensión planetaria del neoliberalismo, es la generalización de formas de vida a-tópicas, sin lugar propio, basadas en la eliminación del espacio concreto. Se olvida que vivir es siempre vivir-aquí. El sentido de los lugares se muere.

Esos no-lugares son parte de un mundo atravesado por flujos incesantes. Las zonas de habitación peri-urbanas, que ya no nos atrevemos a llamar ciudades, ni siquiera barrios, no pueden concebirse sin las infraestructuras carreteras y la centralidad del automóvil como medios para comunicar sectores habitacionales y centros de trabajos cada vez más distantes unos de otros. También son inseparables de la incitación al consumo estandardizado en el supermercado más cercano, así como del endeudamiento necesario para acceder a la propiedad de una vivienda construida, por lo tanto, sobre las arenas movedizas de las fluctuaciones financieras y económicas globales, y cargada de inquietudes para quien tendrá que gastar su vida pagando sus intereses.

Los flujos de la “globalización fragmentada” no significan libertad de moverse en direcciones imprevistas sino, al contrario, integración a un modelo de vida impuesto y reproducido millones de veces. Estos flujos también tienen su reverso. Así como el ideal de libre circulación de las mercancías se combina con los obstáculos con los que se topan los migrantes, aquí, altos muros fragmentan la zona de habitación y tapan sus horizontes con una siniestra cortina. Seguramente, habrá que protegerse de oscuras amenazas, adecuadamente alimentadas para generalizar un modo de gobierno mediante el miedo. El mundo del repliegue sobre sí mismo y el temor al otro es un mundo del auto-encierro.

Los espacios a-tópicos son sin alma, exangües. A veces, uno cree distinguir en la rígida geometría de las fachadas el recuerdo fantasmal de una cara deforme. Probablemente se debe a que no podemos acostumbrarnos a la idea de un universo tan profundamente deshumanizado. Pero esas miradas imaginarias permanecen del todo vacías. Los espacios a-tópicos son la manifestación de un mundo en donde no queda casi nada de humano, nada de la posibilidad de un simple gesto, nada de la textura sensible de las situaciones que nos permiten experimentar la fuerza creativa de la vida que compartimos con otros humanos.

Se impone la reproductibilidad de una existencia estandarizada, sin que el juego ordenado de las variaciones logre disimular su principio. Lo que así se concretiza son las normas fundamentales de un modo de producción, cuya carrera enloquecida hacia la rentabilidad exige racionalización milimétrica, gestión infinitesimal del tiempo, presión constante sobre las subjetividades. La lógica de valorización del capital, en busca de ganancias cada vez más inciertas en un contexto de hiper-competencia planetaria, domina en todas partes, absolutamente, sin tregua y sin resto. Son estas características de nuestro mundo las que el trabajo de Bertrand Meunier hace visible, cuando, sin temor a sacrificar la narración fotográfica, recurre a la serialidad para evidenciar el estándar de normalización repetitiva.

El individualismo del cada quien lo suyo, y muy a menudo del todos contra todos, barre con las formas de solidaridad y corroe hasta lo más íntimo de las subjetividades. Lo que aparece entonces, lo que aquí salta a los ojos, es la formidable estafa de la promesa de una realización de sí en los espejos del éxito social y el consumo. Ese individualismo nos separa de los demás para mejor uniformizar los modos de vida y sus no-lugares. Lejos de la singularidad creativa de cada persona pueda desplegarse conjuntamente con las formas colectivas de auto-determinación, lo que triunfa, a la par de un egocentrismo exacerbado hasta la patología, es el conformismo de las formas disciplinadas y empobrecidas. Cruda ironía: cada quien podrá tener lo suyo y hasta la insigne libertad de distinguirse al plantar, frente a su portón, o bien una yuca o bien un arbusto bien podado.

A lo largo de este retrato sin concesión de la deshumanización producida por el capitalismo, cada fotografía nos lanza la misma pregunta. ¿Cómo seguimos soportando lo insoportable y tolerando ese mundo ecocida, mortífero y miserable? ¿Serán las fuerzas que promueven la supuesta racionalización del productivismo capitalista tan gélidas, como para sofocar la capacidad de creatividad, la multiplicidad de los saberes vernáculos y el arte de hacer comunidad para abrirse mejor a los demás?

Ese mundo es una ruta sin salida. Sin más salida que el desastre programado. Es hora de abrir una multitud de caminos transversales.

 

San Cristóbal de Las Casas

                          Jérôme Baschet

 

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