La formación de las olas

Es un viaje a un lugar donde la historia y la geografía siguen siendo inciertas, un lugar donde los perros corren libres en las calles detrás de los autos, un lugar donde las montañas y las colinas son un eco incesante de las olas del océano, un lugar de crecimiento pasado, que desde entonces ha caído al campo de batalla de la santa guerra económica, un lugar donde los grandes condominios son destruidos, reemplazados por pequeñas casas, un lugar donde los hospitales y las escuelas se convierten en museos, listos para el turista que pasa. Este lugar no necesita un nombre, ya que se asemeja a otros en su pérdida. La de sus habitantes, la de una identidad, especialmente la del vínculo social. La desaparición está en su lugar, el hombre se convierte en un ser separado y la tierra, en un espacio uniforme. El pasado se congela en un entorno para que el presente pueda ir cada vez más rápido hacia este futuro incierto. Estoy en este lugar que no elegí.

            Valparaíso, Aussillon, Lectoure y Condom ahora forman un todo en mi historia. Lo mítico depende del lado del océano en el que uno se encuentre. Para mí, que voy a fotografiar estas ciudades sin saber nada, la primera impresión siempre es la de las paredes, que son las primeras en hablarme de los lugares. La arquitectura parece viva allá, dormida aquí. Y luego, despertado por la visión de una iglesia, de un transeúnte, de un bus, el imaginario que se adhiere a estas ciudades me alcanza. Un imaginario hecho de mis proyecciones y más aún, sin duda, de fotografías, dibujos y palabras de todos los ilustres que pasaron antes que yo. Al llegar no puedo ignorarlos, como tampoco los peligros locales para mí que vengo de otra parte, de los que me advierten incluso antes de saludar. Martine, Freddy y los demás me cuentan sin preámbulos lo que pasó y lo que volverá a suceder. No salgas solo a la calle. Marta me da este truco brasileño: pone dinero en dos bolsillos diferentes, por la eventualidad de ser robado y ser creíble como víctima: dar un poco, mientras se guarda el resto. También desenchufar los aparatos al salir, en caso de terremoto. No confiar en esas noches que caen en estos pasajes sinuosos donde el cóctel del alcohol y los animales, todavía salvajes, sigue causando demasiadas muertes. También escucho a Michel que, mientras instala el gas, se lanza a una declamación sobre el azul de la llama que aparece en el quemador sin que yo sepa si es un manual de utilización o una poesía improvisada. Michel, el guardián de la parte baja del barrio, tiene miles de anécdotas, una avalancha de historias que nunca parecen acabarse. Ha vivido aquí durante demasiados años, esperando el día de su regreso a su Bretaña natal. Sus historias están llenas de noticias, tráfico y violencia, también de nostalgia de una época en la que los edificios figuraban completos, cuando él era indispensable para la vida cotidiana de todos, que lo llamaban de aquí y para allá para resolver mil y una cosas… Pero ¿cuál es la idea de venir a vivir a este bloque vacío abandonado (igual que este barrio)? Escuchándolo, parece que, si quiero sobrevivir, lo más sencillo es mostrarme, como el inspector Harry, a estos jóvenes que vienen por la noche a matar el aburrimiento en mi escalera. No soy valiente y no hago caso omiso de las advertencias, pero algunas me hacen dudar: me recuerdan al hombre del saco de mi infancia, al ogro del cuento de hadas, a una fábula para mantenerte alejado. El riesgo ya no está permitido hoy. Los diversos hechos e historias forman una barrera invisible para evitar el riesgo de encontrarse con el otro. Finalmente, no necesitaré todo el equipamiento de Clint Eastwood; los jóvenes que conocí en las escaleras, más tímidos que intimidantes, solo me lanzaron un «hola, señor». Igual escribieron por costumbre dos o tres tags en la puerta el día de mi instalación, puerta que se atrevieron a cruzar esa primera noche en la que un artista que pasó realizaba una performance con una cuerda colgada del techo, con la música de Jordi Alba. Un acontecimiento no muy cercano, por lo que los vi sorprendidos, junto a los que estaban allí, como descubriendo un mundo nuevo… Desde entonces la puerta ya no está cerrada, es solo el pasaje que nos acerca un poco más. Volvieron a menudo y yo también crucé esa puerta más de una vez para sentarme en la escalinata varias tardes. Para compartir esos momentos en que uno no sabe bien qué decir al comienzo. Esos momentos en que las ganas de encontrarse y el deseo de rechazar la idea de que no tenemos nada que hacer juntos, sobrepasan primero el aburrimiento y luego la molestia inicial. Entonces hablamos del clima, del fútbol y del barrio. Y luego, un día tras otro, las palabras se vuelven más íntimas, más sinceras, hablan de historias de amor, de familia y… siempre de fútbol.

            Los encuentros son como las olas, nosotros somos el viento y el agua. Dos elementos diferentes que se rozan lejos de la costa para formar un oleaje que crece a medida que se acerca. Siento que mi deseo de ir hacia el otro viene de altamar, que partir me permite acercarme más fácilmente, me autoriza a vivir lo improbable. También sé que estos encuentros llegarán más tarde, más lejos, cuando se hayan convertido en recuerdos o lazos distantes, y percutan mi futuro con una fuerza que tal las olas serán caricias o destrucción. Aunque ya no es iniciático, embarcarse, viajar es siempre fundamental. Partir no para huir, sino como un recurso indispensable para la vida. Y si partir y llegar al fin del mundo se ha transformado en algo tan común que parece que ya no queda nada por descubrir, ahora que la tierra está cartografiada, satelizada, es aún más importante agregarle fantasía al viaje. Lo exótico está teñido de uniformidad, pero todavía quiero creer en las odiseas de Ulises, Stevenson o Kerouac. El viaje cambia de dimensión, el espacio ya no es una razón para partir, el tiempo sí lo es. Cambiar de ritmo para poder ver lo ínfimo y dejar que lo maravilloso se infiltre en la vida diaria. Mis recuerdos no se construirán de visitas a Machu Picchu, a la casa de Pablo Neruda y a alguna otra torre Eiffel, sino de aquellos que conocemos, de la soledad redescubierta y de esta vida que uno intercambia con placer por la del otro. El viaje se convierte en una exploración íntima… Y para eso, la cantidad de kilómetros no significa nada. Cincuenta valen quince mil. Lo excepcional ya no es lo visible, se transforma en una cuestión personal. La residencia me impone el destino, tanto mejor. Evito las trampas de lo atractivo, lo espectacular, el mimetismo también. Da sentido a mi partida. Mi viaje ya no es fruto del azar, ni de la idea de ir a ver un allá tantas veces contado por otros. El otro se transforma en el propósito de mi viaje. Las invitaciones a estas residencias insospechadas e imprevistas parecen salir de una visión romántica y naíf que me llevó, hace diez años, a convertirme en fotógrafo. Una visión en la que el oficio de fotógrafo probablemente se parecía más a una vida entre la de Corto Maltés y Albert London que la de mi día a día. Pero como estoy seguro de que lo maravilloso siempre tiene su lugar tanto en el viaje como en la fotografía, me voy sin pensármelo. Y es mejor así, porque, como con cada nueva partida, el miedo viene a mí. El miedo a dejar a los que quiero, el miedo de abandonar mi zona de confort. Un miedo no totalmente injustificado, por lo demás, cuando vuelvo a pensar en esos momentos aquí o allá donde, por no haber sido capaz de decodificar los signos, de comprender el significado de las palabras, me dejé llevar a algún lugar que debería haber rechazado. Sin embargo, en estas ocasiones, el descuido del viajero me protege y no me puede pasar nada malo. En este viaje que parece hecho de literatura, la ficción es mi aliada, mi protectora, e incluso el miedo, el aburrimiento, la falta se convierten entonces en puertas de entrada para el encuentro. Mi odisea comienza un día de otoño en este apartamento reabierto de este bloque del edificio destinado a ser destruido. Más tarde, más lejos, iré a vivir a casa de unos u otros por una noche o una semana, y luego, como todo parece hacerse en reversa de una vida normal, volveré a la familia de Abelina, Jean-Luc, Bea y Bernardo, que ahora es un poco la mía. Como un axioma inicial: el resultado fotográfico no cuenta tanto como el lazo que se crea, me dicen en todas partes. El vínculo con los que me cruzo, el vínculo con la memoria y la historia del lugar, el vínculo también entre una propuesta artística y una población. Por lo tanto, el apartamento puesto a mi disposición rápidamente se convierte en un lugar donde se entrelazan las excusas para el encuentro: comidas, conciertos, espectáculos y algunas tomas fotográficas se suceden. La foto se vuelve secundaria, estoy aquí para vivir en un lugar donde la gente quiere abrir la puerta para encontrarse a sí misma, y yo también quiero conocerlos, escuchar sus historias, quiero vivir un tiempo en el campo, en estas ciudades y poblaciones que son extrañas para mí. En otros lugares que valen tanto como cualquiera para mí, que crecí en una gran casa burguesa en una ciudad a orillas de Marne que finalmente se hizo más pillo al mismo tiempo que La Belle Équipe. El campo sonaba a vacaciones y la población se resumía entonces, de niño, en la vista del horizonte de los distritos del norte de París que podía ver desde mi ventana. La visión de un mundo prohibido. Un mundo teñido del romanticismo de quien se aburre en su infancia privilegiada. Lamentaba no vivir en apartamentos con paredes tan delgadas que podría escuchar a los amigos, sin sentirme nunca solo. En el patio de recreo, escuché de aquellos que vivían allí los relatos de esos partidos de fútbol que terminaron en una cacería humana en los terrenos eriazos. El break dance, la jerga de las poblaciones inventada a golpe de mezcla de idiomas venidos de las cuatro esquinas del mundo, todas esas cosas que parecían adelantadas al tiempo. Quería ser uno de ellos. El fracaso escolar me sirvió de previa, pues fui asignado a la escuela secundaria profesional y técnica en el borde de la ZUP. La violencia de la realidad apenas ha llegado a socavar esta visión idílica. Más tarde me busqué un pretexto para volver a ese barrio que puede ser cualquiera, ya que ninguno es mío. Un pretexto que podía ser la escuela, los amigos, la profesión de educador, y hoy la fotografía, que me consiente vivir al fin dentro de estas paredes demasiado delgadas o demasiado gruesas, depende… lo que me permite no estar nunca más solo.

             En este viaje, si las estaciones y los territorios se entremezclan, noviembre se convierte en otoño y primavera, los cerros de Valparaíso responden a los valles de Gascón y el edificio de la Unión Obrera parece formar parte de la población de la Falgalarié, y sobre todo tengo la impresión de que estas ciudades están unidas por su futuro, están, más que ningún otro lugar, expuestas a su desaparición. El lugar de quienes construyeron estos muros ya no está aquí, expulsados a veces por el desempleo, otras veces por la presión de aquellos que quieren comprar un rincón de postal para sus vacaciones o para comprar donde los precios son todavía bajos, antes de que el barrio sea el próximo de moda. Pero, por ahora, los edificios se desocupan, también los colegios. Hay quienes luchan por conservar una memoria y aquellos, aún más utópicos, por una vida en el presente. Hay quienes se quedaron por obligación. Está Medina, «emocionada», entrando en este apartamento que pensaba perdido. Fue su abuelo el último habitante antes de mí, se había ido hace diez años. Su padre es uno de los pocos de esta gran familia que aún vive aquí, los otros tuvieron que irse… Medina vino a mi casa por azar, como todos los que vienen a comer. Invito y me invitan, no como una formalidad, sino como un gesto natural que uno quisiera repetir. Saadia cocina conmigo, luego Touria, luego Mathias y muchos más, para que una vez a la semana vengan a comer a nuestra mesa. No sé quiénes son cuando tocan el timbre, pero prometemos volver a vernos en el momento del postre. Un día me toca a mí ser invitado a una mesa que no es la mía en Santa Anna. donde Inés quiere recibir por único pago una sonrisa y un plato terminado; otro, en la estación de bomberos en esas comidas que una vez al mes detienen la urgencia de encontrarse juntos; el siguiente, en el mercado para poule au po semanal; y tantas otras veces donde Abelina, donde Jean-Luc, con la misma evidencia de estar en mi lugar. Un plato más para el que está de paso, un gesto ancestral que pasaría casi como un acto militante hoy día. Y, como soy fotógrafo, tomo fotos de los que están allí, fotos de las habitaciones, para reinventar la memoria de esta desaparición, para preservar las huellas de estos lazos iniciales. Fotos hechas juntos, donde le doy el chasis al que acepta posar. Que desarrolle la imagen él mismo en un laboratorio que instalamos cerca. Es él quien luego verá aparecer la imagen primero, él detendrá la acción del revelador a su antojo. Algunas veces me siento decepcionado, otras encantado por la intervención del otro. Pero me gusta esta falta de control que parece ir en contra del acto fotográfico. Más tarde, cubriré con emulsión fotosensible las paredes del antiguo hospital cerrado hace ocho años, que desde entonces se ha convertido en una reunión de vendedores ambulantes, a la espera de ser transformado en un museo o sitio patrimonial…  Revelaré contra las paredes los calotipos, retratos de los últimos habitantes del lugar. En estas antiguas habitaciones con colores de un azul claro y un rosa salmón, erradicados de las paletas modernas, testigos de una cierta era hospitalaria, todo lo que quedan son las luces de neón y las entradas de aire como rastros de esas camas y de esas vidas desaparecidas. La aparición de esos rostros en estas paredes tiene algo un poco místico. La materia fotográfica se mezcla entonces con las pinturas decrépitas como recuerdos que brotan de las paredes. Justo antes de apagar la luz roja, vuelvo a abrir las ventanas para que la luz retome su lugar aquí. Me quedo solo, rodeado de todos esos retratos ahora reunidos, deseando que el fijador haya cumplido con su rol; abro esas ventanas que han estado cerradas durante demasiado tiempo. Nada se mueve, los hombres están en las paredes ahora iluminadas por el sol, dándole la pasada al tiempo para que haga efecto.

            Hacer juntos para encontrarse va más allá del acto fotográfico. Es un compromiso para crear lazos, volver a poner la memoria popular, que ya no es honrada en estos lugares, en pie de igualdad con el patrimonio, pensar que el encuentro con el otro puede ser el sentido de una vida en sociedad, que la diferencia no impida el encuentro, sino que alimente el vivir juntos. Un compromiso a veces teñido de contradicciones en esos momentos donde la falta y la ausencia se volvía con mi familia nuestra única prueba de amor, aquellos días en los que ya no entendía el sentido de mi presencia aquí. Partí para reconstruir lazos en esos territorios que se transformaban demasiado rápido y, en una caída absurda, solo podía constatar la ruptura de mi propio vínculo familiar. Pero después de este viaje que duró un año, tengo la impresión de que los lazos ahora son más fuertes aquí y allá. Lazos duraderos nacidos de una experiencia común efímera que solo los viajes permiten. Es tan fácil encontrarse cuando uno es el que está de paso, poder ir a casa de unos y otros sin hacer preguntas, con esa excusa de no entender nada de lo que está en juego. El viajero tiene el privilegio de vivir en ese espacio donde la ficción y la realidad se mezclan en una verdad teñida de poesía e ilusión. Cuando el tiempo está contado, cuando el final es conocido, la intimidad se convierte en una puerta que se abre más fácilmente, porque sabemos que el futuro no vendrá a alterar la historia presente. El imaginario se hace verdad y todos pueden construir su relación con el otro, sin que la realidad sea un abismo. A veces, en ese viaje, me dejo llevar y no sé si soy yo o un avatar de un personaje de Hugo Pratt. En mi historia hay, como en todas las novelas, héroes. Encontraremos a Ahmed, anarquista de palabra, humanista de hechos; Bahía y sus ojos azules que detienen los discursos de hombres y mujeres cuando entra en una habitación; Marta, reina de este esperanto que tuvo que ser inventado para entenderse a sí misma; Camilo, que no duda en cruzar la ciudad para encontrar la última ampolleta inactínica existente para que la oscuridad no vuelva a recuperar sus derechos en este sucucho transformado en laboratorio; Estelle, que sabe hablar el lenguaje de las piedras y me cuenta las historias de este montículo castral que había confundido con un vulgar montón de tierra; Yasna, guardiana de la memoria de las familias de la Unión Obrera; Kamel, que me cuenta cómo la foto tomada juntos lo reconcilió consigo mismo; Amélie la florista, que abre la puerta del laboratorio tan inoportunamente que la luz brota y vela la imagen en la forma de ficción que altera lo real. La imagen está ahí, transformada por nuestro encuentro, testimonio de esta historia que nos hemos inventado. Ahora ella nos pertenece a los dos.

            Toda historia tiene un final y para mi último día, fui al cementerio. No sé por qué, quizás al sentirme tan bien aquí, venía a encontrarme con un antepasado imaginario, tal vez sea una metáfora para el final de este trabajo o tal vez fue simplemente porque ayer estaba en el bar con Fabien, el sepulturero. Me contó las historias de los que todavía están allí. Palabras entre risas y lágrimas, que para el que juega tanto con la vida y con la muerte parece ser una anécdota. Como en un buen western, es amado y odiado por otros con tanta certeza, yo lo sé igual que él. Aquí, la verdad no es callada, es escondida bajo los adornos de cada uno y la realidad se transforma a medida que la historia es contada. Aquí, los narradores y oradores son los reyes. Y yo, con mis imágenes, quiero ser uno de ellos. Todo final es un inicio. ¿Es esa noche cuando Yasna me lee las cartas? Ya no lo sé… Recuerdo que elijo la luna, el resto se me escapa, y yo también, ya que es hora de regresar. A cada luna llena, mi espíritu regresa a ese lugar. Rodrigo me dijo en el momento de la partida: «Ahora sabes que, si algo no funciona en tu casa, tienes una familia aquí.» Ya no estaré nunca más solo, finalmente he construido esos muros tan finos que se pueden oír las voces de los otros. Estoy en casa, frente al océano. Las olas parecen libres y, sin embargo, sé que cada una nace y renace en un lugar específico. Que, en el fondo, necesitan un suelo para ser. Se enrollan, revientan sobre la costa y se propagan hacia altamar, se mezclan y rompen una tras otra, sin que sepamos nunca dónde se van a detener.

 

La formación de las olas

Es un viaje a un lugar donde la historia y la geografía siguen siendo inciertas, un lugar donde los perros corren libres en las calles detrás de los autos, un lugar donde las montañas y las colinas son un eco incesante de las olas del océano, un lugar de crecimiento pasado, que desde entonces ha caído al campo de batalla de la santa guerra económica, un lugar donde los grandes condominios son destruidos, reemplazados por pequeñas casas, un lugar donde los hospitales y las escuelas se convierten en museos, listos para el turista que pasa. Este lugar no necesita un nombre, ya que se asemeja a otros en su pérdida. La de sus habitantes, la de una identidad, especialmente la del vínculo social. La desaparición está en su lugar, el hombre se convierte en un ser separado y la tierra, en un espacio uniforme. El pasado se congela en un entorno para que el presente pueda ir cada vez más rápido hacia este futuro incierto. Estoy en este lugar que no elegí.

            Valparaíso, Aussillon, Lectoure y Condom ahora forman un todo en mi historia. Lo mítico depende del lado del océano en el que uno se encuentre. Para mí, que voy a fotografiar estas ciudades sin saber nada, la primera impresión siempre es la de las paredes, que son las primeras en hablarme de los lugares. La arquitectura parece viva allá, dormida aquí. Y luego, despertado por la visión de una iglesia, de un transeúnte, de un bus, el imaginario que se adhiere a estas ciudades me alcanza. Un imaginario hecho de mis proyecciones y más aún, sin duda, de fotografías, dibujos y palabras de todos los ilustres que pasaron antes que yo. Al llegar no puedo ignorarlos, como tampoco los peligros locales para mí que vengo de otra parte, de los que me advierten incluso antes de saludar. Martine, Freddy y los demás me cuentan sin preámbulos lo que pasó y lo que volverá a suceder. No salgas solo a la calle. Marta me da este truco brasileño: pone dinero en dos bolsillos diferentes, por la eventualidad de ser robado y ser creíble como víctima: dar un poco, mientras se guarda el resto. También desenchufar los aparatos al salir, en caso de terremoto. No confiar en esas noches que caen en estos pasajes sinuosos donde el cóctel del alcohol y los animales, todavía salvajes, sigue causando demasiadas muertes. También escucho a Michel que, mientras instala el gas, se lanza a una declamación sobre el azul de la llama que aparece en el quemador sin que yo sepa si es un manual de utilización o una poesía improvisada. Michel, el guardián de la parte baja del barrio, tiene miles de anécdotas, una avalancha de historias que nunca parecen acabarse. Ha vivido aquí durante demasiados años, esperando el día de su regreso a su Bretaña natal. Sus historias están llenas de noticias, tráfico y violencia, también de nostalgia de una época en la que los edificios figuraban completos, cuando él era indispensable para la vida cotidiana de todos, que lo llamaban de aquí y para allá para resolver mil y una cosas… Pero ¿cuál es la idea de venir a vivir a este bloque vacío abandonado (igual que este barrio)? Escuchándolo, parece que, si quiero sobrevivir, lo más sencillo es mostrarme, como el inspector Harry, a estos jóvenes que vienen por la noche a matar el aburrimiento en mi escalera. No soy valiente y no hago caso omiso de las advertencias, pero algunas me hacen dudar: me recuerdan al hombre del saco de mi infancia, al ogro del cuento de hadas, a una fábula para mantenerte alejado. El riesgo ya no está permitido hoy. Los diversos hechos e historias forman una barrera invisible para evitar el riesgo de encontrarse con el otro. Finalmente, no necesitaré todo el equipamiento de Clint Eastwood; los jóvenes que conocí en las escaleras, más tímidos que intimidantes, solo me lanzaron un «hola, señor». Igual escribieron por costumbre dos o tres tags en la puerta el día de mi instalación, puerta que se atrevieron a cruzar esa primera noche en la que un artista que pasó realizaba una performance con una cuerda colgada del techo, con la música de Jordi Alba. Un acontecimiento no muy cercano, por lo que los vi sorprendidos, junto a los que estaban allí, como descubriendo un mundo nuevo… Desde entonces la puerta ya no está cerrada, es solo el pasaje que nos acerca un poco más. Volvieron a menudo y yo también crucé esa puerta más de una vez para sentarme en la escalinata varias tardes. Para compartir esos momentos en que uno no sabe bien qué decir al comienzo. Esos momentos en que las ganas de encontrarse y el deseo de rechazar la idea de que no tenemos nada que hacer juntos, sobrepasan primero el aburrimiento y luego la molestia inicial. Entonces hablamos del clima, del fútbol y del barrio. Y luego, un día tras otro, las palabras se vuelven más íntimas, más sinceras, hablan de historias de amor, de familia y… siempre de fútbol.

            Los encuentros son como las olas, nosotros somos el viento y el agua. Dos elementos diferentes que se rozan lejos de la costa para formar un oleaje que crece a medida que se acerca. Siento que mi deseo de ir hacia el otro viene de altamar, que partir me permite acercarme más fácilmente, me autoriza a vivir lo improbable. También sé que estos encuentros llegarán más tarde, más lejos, cuando se hayan convertido en recuerdos o lazos distantes, y percutan mi futuro con una fuerza que tal las olas serán caricias o destrucción. Aunque ya no es iniciático, embarcarse, viajar es siempre fundamental. Partir no para huir, sino como un recurso indispensable para la vida. Y si partir y llegar al fin del mundo se ha transformado en algo tan común que parece que ya no queda nada por descubrir, ahora que la tierra está cartografiada, satelizada, es aún más importante agregarle fantasía al viaje. Lo exótico está teñido de uniformidad, pero todavía quiero creer en las odiseas de Ulises, Stevenson o Kerouac. El viaje cambia de dimensión, el espacio ya no es una razón para partir, el tiempo sí lo es. Cambiar de ritmo para poder ver lo ínfimo y dejar que lo maravilloso se infiltre en la vida diaria. Mis recuerdos no se construirán de visitas a Machu Picchu, a la casa de Pablo Neruda y a alguna otra torre Eiffel, sino de aquellos que conocemos, de la soledad redescubierta y de esta vida que uno intercambia con placer por la del otro. El viaje se convierte en una exploración íntima… Y para eso, la cantidad de kilómetros no significa nada. Cincuenta valen quince mil. Lo excepcional ya no es lo visible, se transforma en una cuestión personal. La residencia me impone el destino, tanto mejor. Evito las trampas de lo atractivo, lo espectacular, el mimetismo también. Da sentido a mi partida. Mi viaje ya no es fruto del azar, ni de la idea de ir a ver un allá tantas veces contado por otros. El otro se transforma en el propósito de mi viaje. Las invitaciones a estas residencias insospechadas e imprevistas parecen salir de una visión romántica y naíf que me llevó, hace diez años, a convertirme en fotógrafo. Una visión en la que el oficio de fotógrafo probablemente se parecía más a una vida entre la de Corto Maltés y Albert London que la de mi día a día. Pero como estoy seguro de que lo maravilloso siempre tiene su lugar tanto en el viaje como en la fotografía, me voy sin pensármelo. Y es mejor así, porque, como con cada nueva partida, el miedo viene a mí. El miedo a dejar a los que quiero, el miedo de abandonar mi zona de confort. Un miedo no totalmente injustificado, por lo demás, cuando vuelvo a pensar en esos momentos aquí o allá donde, por no haber sido capaz de decodificar los signos, de comprender el significado de las palabras, me dejé llevar a algún lugar que debería haber rechazado. Sin embargo, en estas ocasiones, el descuido del viajero me protege y no me puede pasar nada malo. En este viaje que parece hecho de literatura, la ficción es mi aliada, mi protectora, e incluso el miedo, el aburrimiento, la falta se convierten entonces en puertas de entrada para el encuentro. Mi odisea comienza un día de otoño en este apartamento reabierto de este bloque del edificio destinado a ser destruido. Más tarde, más lejos, iré a vivir a casa de unos u otros por una noche o una semana, y luego, como todo parece hacerse en reversa de una vida normal, volveré a la familia de Abelina, Jean-Luc, Bea y Bernardo, que ahora es un poco la mía. Como un axioma inicial: el resultado fotográfico no cuenta tanto como el lazo que se crea, me dicen en todas partes. El vínculo con los que me cruzo, el vínculo con la memoria y la historia del lugar, el vínculo también entre una propuesta artística y una población. Por lo tanto, el apartamento puesto a mi disposición rápidamente se convierte en un lugar donde se entrelazan las excusas para el encuentro: comidas, conciertos, espectáculos y algunas tomas fotográficas se suceden. La foto se vuelve secundaria, estoy aquí para vivir en un lugar donde la gente quiere abrir la puerta para encontrarse a sí misma, y yo también quiero conocerlos, escuchar sus historias, quiero vivir un tiempo en el campo, en estas ciudades y poblaciones que son extrañas para mí. En otros lugares que valen tanto como cualquiera para mí, que crecí en una gran casa burguesa en una ciudad a orillas de Marne que finalmente se hizo más pillo al mismo tiempo que La Belle Équipe. El campo sonaba a vacaciones y la población se resumía entonces, de niño, en la vista del horizonte de los distritos del norte de París que podía ver desde mi ventana. La visión de un mundo prohibido. Un mundo teñido del romanticismo de quien se aburre en su infancia privilegiada. Lamentaba no vivir en apartamentos con paredes tan delgadas que podría escuchar a los amigos, sin sentirme nunca solo. En el patio de recreo, escuché de aquellos que vivían allí los relatos de esos partidos de fútbol que terminaron en una cacería humana en los terrenos eriazos. El break dance, la jerga de las poblaciones inventada a golpe de mezcla de idiomas venidos de las cuatro esquinas del mundo, todas esas cosas que parecían adelantadas al tiempo. Quería ser uno de ellos. El fracaso escolar me sirvió de previa, pues fui asignado a la escuela secundaria profesional y técnica en el borde de la ZUP. La violencia de la realidad apenas ha llegado a socavar esta visión idílica. Más tarde me busqué un pretexto para volver a ese barrio que puede ser cualquiera, ya que ninguno es mío. Un pretexto que podía ser la escuela, los amigos, la profesión de educador, y hoy la fotografía, que me consiente vivir al fin dentro de estas paredes demasiado delgadas o demasiado gruesas, depende… lo que me permite no estar nunca más solo.

             En este viaje, si las estaciones y los territorios se entremezclan, noviembre se convierte en otoño y primavera, los cerros de Valparaíso responden a los valles de Gascón y el edificio de la Unión Obrera parece formar parte de la población de la Falgalarié, y sobre todo tengo la impresión de que estas ciudades están unidas por su futuro, están, más que ningún otro lugar, expuestas a su desaparición. El lugar de quienes construyeron estos muros ya no está aquí, expulsados a veces por el desempleo, otras veces por la presión de aquellos que quieren comprar un rincón de postal para sus vacaciones o para comprar donde los precios son todavía bajos, antes de que el barrio sea el próximo de moda. Pero, por ahora, los edificios se desocupan, también los colegios. Hay quienes luchan por conservar una memoria y aquellos, aún más utópicos, por una vida en el presente. Hay quienes se quedaron por obligación. Está Medina, «emocionada», entrando en este apartamento que pensaba perdido. Fue su abuelo el último habitante antes de mí, se había ido hace diez años. Su padre es uno de los pocos de esta gran familia que aún vive aquí, los otros tuvieron que irse… Medina vino a mi casa por azar, como todos los que vienen a comer. Invito y me invitan, no como una formalidad, sino como un gesto natural que uno quisiera repetir. Saadia cocina conmigo, luego Touria, luego Mathias y muchos más, para que una vez a la semana vengan a comer a nuestra mesa. No sé quiénes son cuando tocan el timbre, pero prometemos volver a vernos en el momento del postre. Un día me toca a mí ser invitado a una mesa que no es la mía en Santa Anna. donde Inés quiere recibir por único pago una sonrisa y un plato terminado; otro, en la estación de bomberos en esas comidas que una vez al mes detienen la urgencia de encontrarse juntos; el siguiente, en el mercado para poule au po semanal; y tantas otras veces donde Abelina, donde Jean-Luc, con la misma evidencia de estar en mi lugar. Un plato más para el que está de paso, un gesto ancestral que pasaría casi como un acto militante hoy día. Y, como soy fotógrafo, tomo fotos de los que están allí, fotos de las habitaciones, para reinventar la memoria de esta desaparición, para preservar las huellas de estos lazos iniciales. Fotos hechas juntos, donde le doy el chasis al que acepta posar. Que desarrolle la imagen él mismo en un laboratorio que instalamos cerca. Es él quien luego verá aparecer la imagen primero, él detendrá la acción del revelador a su antojo. Algunas veces me siento decepcionado, otras encantado por la intervención del otro. Pero me gusta esta falta de control que parece ir en contra del acto fotográfico. Más tarde, cubriré con emulsión fotosensible las paredes del antiguo hospital cerrado hace ocho años, que desde entonces se ha convertido en una reunión de vendedores ambulantes, a la espera de ser transformado en un museo o sitio patrimonial…  Revelaré contra las paredes los calotipos, retratos de los últimos habitantes del lugar. En estas antiguas habitaciones con colores de un azul claro y un rosa salmón, erradicados de las paletas modernas, testigos de una cierta era hospitalaria, todo lo que quedan son las luces de neón y las entradas de aire como rastros de esas camas y de esas vidas desaparecidas. La aparición de esos rostros en estas paredes tiene algo un poco místico. La materia fotográfica se mezcla entonces con las pinturas decrépitas como recuerdos que brotan de las paredes. Justo antes de apagar la luz roja, vuelvo a abrir las ventanas para que la luz retome su lugar aquí. Me quedo solo, rodeado de todos esos retratos ahora reunidos, deseando que el fijador haya cumplido con su rol; abro esas ventanas que han estado cerradas durante demasiado tiempo. Nada se mueve, los hombres están en las paredes ahora iluminadas por el sol, dándole la pasada al tiempo para que haga efecto.

            Hacer juntos para encontrarse va más allá del acto fotográfico. Es un compromiso para crear lazos, volver a poner la memoria popular, que ya no es honrada en estos lugares, en pie de igualdad con el patrimonio, pensar que el encuentro con el otro puede ser el sentido de una vida en sociedad, que la diferencia no impida el encuentro, sino que alimente el vivir juntos. Un compromiso a veces teñido de contradicciones en esos momentos donde la falta y la ausencia se volvía con mi familia nuestra única prueba de amor, aquellos días en los que ya no entendía el sentido de mi presencia aquí. Partí para reconstruir lazos en esos territorios que se transformaban demasiado rápido y, en una caída absurda, solo podía constatar la ruptura de mi propio vínculo familiar. Pero después de este viaje que duró un año, tengo la impresión de que los lazos ahora son más fuertes aquí y allá. Lazos duraderos nacidos de una experiencia común efímera que solo los viajes permiten. Es tan fácil encontrarse cuando uno es el que está de paso, poder ir a casa de unos y otros sin hacer preguntas, con esa excusa de no entender nada de lo que está en juego. El viajero tiene el privilegio de vivir en ese espacio donde la ficción y la realidad se mezclan en una verdad teñida de poesía e ilusión. Cuando el tiempo está contado, cuando el final es conocido, la intimidad se convierte en una puerta que se abre más fácilmente, porque sabemos que el futuro no vendrá a alterar la historia presente. El imaginario se hace verdad y todos pueden construir su relación con el otro, sin que la realidad sea un abismo. A veces, en ese viaje, me dejo llevar y no sé si soy yo o un avatar de un personaje de Hugo Pratt. En mi historia hay, como en todas las novelas, héroes. Encontraremos a Ahmed, anarquista de palabra, humanista de hechos; Bahía y sus ojos azules que detienen los discursos de hombres y mujeres cuando entra en una habitación; Marta, reina de este esperanto que tuvo que ser inventado para entenderse a sí misma; Camilo, que no duda en cruzar la ciudad para encontrar la última ampolleta inactínica existente para que la oscuridad no vuelva a recuperar sus derechos en este sucucho transformado en laboratorio; Estelle, que sabe hablar el lenguaje de las piedras y me cuenta las historias de este montículo castral que había confundido con un vulgar montón de tierra; Yasna, guardiana de la memoria de las familias de la Unión Obrera; Kamel, que me cuenta cómo la foto tomada juntos lo reconcilió consigo mismo; Amélie la florista, que abre la puerta del laboratorio tan inoportunamente que la luz brota y vela la imagen en la forma de ficción que altera lo real. La imagen está ahí, transformada por nuestro encuentro, testimonio de esta historia que nos hemos inventado. Ahora ella nos pertenece a los dos.

            Toda historia tiene un final y para mi último día, fui al cementerio. No sé por qué, quizás al sentirme tan bien aquí, venía a encontrarme con un antepasado imaginario, tal vez sea una metáfora para el final de este trabajo o tal vez fue simplemente porque ayer estaba en el bar con Fabien, el sepulturero. Me contó las historias de los que todavía están allí. Palabras entre risas y lágrimas, que para el que juega tanto con la vida y con la muerte parece ser una anécdota. Como en un buen western, es amado y odiado por otros con tanta certeza, yo lo sé igual que él. Aquí, la verdad no es callada, es escondida bajo los adornos de cada uno y la realidad se transforma a medida que la historia es contada. Aquí, los narradores y oradores son los reyes. Y yo, con mis imágenes, quiero ser uno de ellos. Todo final es un inicio. ¿Es esa noche cuando Yasna me lee las cartas? Ya no lo sé… Recuerdo que elijo la luna, el resto se me escapa, y yo también, ya que es hora de regresar. A cada luna llena, mi espíritu regresa a ese lugar. Rodrigo me dijo en el momento de la partida: «Ahora sabes que, si algo no funciona en tu casa, tienes una familia aquí.» Ya no estaré nunca más solo, finalmente he construido esos muros tan finos que se pueden oír las voces de los otros. Estoy en casa, frente al océano. Las olas parecen libres y, sin embargo, sé que cada una nace y renace en un lugar específico. Que, en el fondo, necesitan un suelo para ser. Se enrollan, revientan sobre la costa y se propagan hacia altamar, se mezclan y rompen una tras otra, sin que sepamos nunca dónde se van a detener.

 

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